25 de marzo de 2009

La Cama de Piedra

El texto lo acabo de encontrar... Es para Danae, hacé poco te lo conté, pero no dije todo... pero aquí esta completo. Sé que te gustará... Si es que pasas... xD No te creas =D pues cuidese chaparra... Es un poco largo. bueno ya me cayo! xD El texto pues... _____________________________________ _____________________________________ Lo he pensado mucho toda la mañana. ¿Me quieres, entonces, acompañar?... Éstas no son, por cierto, sus primeras flores. ¿Estará bien con una docena de rosas? Ya ves lo caras que están. Si vienes conmigo, Pepe, es bajo tu propio riesgo. La conocí de camino al mercado. Iba cumpliendo con un mandado, esa mañana de sábado, cuando la miré en su balcón regando las macetas incendiadas de geranios. Eso hago todos los sábados, prestarme como mandadero para ganar algunas monedas. Desde esa vez preferí siempre la calle de los Chafalones, que es donde queda la casa de ella. Sábado tras sábado pasaba yo bajo su balcón. A veces la veía hasta en dos ocasiones, pero también pasaron semanas sin que coincidiéramos: yo cargando un bulto de arroz y ella podando las ramas secas de sus tiestos. Los dieciséis son los peores años de la vida. ¿Por qué? Pues porque lo anhelas todo precisamente cuando todo resulta imposible. Con decirte que ni su nombre conocía. Ni sé si era soltera, casada o viuda. ¿Y a quién preguntárselo? Así pasó más de un año, como te digo. Bueno, hubo un detalle. Fue en uno de aquellos sábados en que pasaba empujando mi diablito cuando me topé con una escena curiosa. Había ahí abajo una vendedora de merengues y duquesas que gritaba: “¡Señora Rosa, señora Rosa!... ¿Una o dos docenas?” Y entonces asomó ella, sonriendo, indicándole que dos con la mano. Ya supe su nombre, al menos, y a partir de entonces, ya lo sé, vas a decir que es una locura, comencé a regalarle flores. Una rosa cada noche. Me escapaba de casa, después de regresar de la escuela, y robaba las rosas del parque, del florero de casa, o cuando no las compraba. Una rosa cada noche lanzada desde la calle al pie de su balcón. Supongo que nunca me descubrió. O quién sabe. Buscaba ocultarme en las sombras de la medianoche. Esperar hasta que las luces de su piso estuvieran apagadas. Entonces avanzaba, sigiloso, y en un solo lance la rosa alcanzaba el hueco de su balcón. Es un primer piso, y así nunca fallaba. Pero lo de anoche... no me lo vas a creer. Hubo un sábado en el que al pasar con mis mandados, hasta creí que me sonreía. ¿No es esto del amor una locura? ¿No ocurre que las cosas comienzan a tener otra vida, otra apariencia, otra disposición? ¿Me sonreía o no?, nunca lo sabré. …Ah, sí Pepe: lo de anoche. Ocurre que pasaron algunas semanas; semanas de todas las noches una rosa regalada a hurtadillas, cuando comencé a notar algo raro. Las luces del piso siempre apagadas, los cortinajes empolvados y, sobre todo, los geranios marchitándose día tras día. Pensé que se habría mudado, que se habría ido de vacaciones al puerto. Y yo como tonto, allí abajo, lanzando a mansalva mis rosas nocturnas. Ojalá tuviera más edad. Veinte años, un auto y un empleo. Ayer sábado hice lo que nunca. Tuve tres mandados en los que me obligué a pasar por ésa de ahí, la calle de los Chafalones. Pero de ella, Rosa, nada: ni sus luces ni sus sombras. Me había abandonado. No regresé a casa. Fui a la cervecería, en la tarde, luego de los mandados, y comencé a beber en la bodega, porque a mi edad el servicio en el salón les puede costar el permiso de Salubridad. Medio borracho y medio triste comencé a vagar por el rumbo de la cañada; ya sabes, las cabañitas ésas de las muchachas. Entré en una. Comenzaron a burlarse de mí las putas: que no traía dinero, que si ya me había dado permiso mi mamá. Una sí me dejó entrar a su apartado. Cuando se quitó el vestido le dije que no, que eso no. Que me escuchara, que me dejara llorar en su regazo. Me tiró a lurias y me regaló una cerveza. Así volví a la calle porque... ya sabes, nada tan aburrido en este pueblo como un sábado por la tarde. Se me ocurrió entrar al cine. Era la segunda función y no quería regresar a la casa oliendo a beodo. Terminó la película y me quedé a verla completa, otra vez, en la tercera tanda. Se trataba de princesas y reyes de un país extranjero. Me estaba casi orinando, habían sido muchas cervezas y fui al baño. Al regreso una mujer estaba sentada junto a mi butaca. Me preguntó que si se había perdido de mucho. Le comencé a contar la historia, pero como ya había visto el final de la película y me había medio dormido, hice un desbarajuste de escenas y personajes. Ella se rió y me sacudió el fleco. “Muchacho loco, estás borracho”, me dijo. ¿Cómo que un clavo saca otro clavo? Te estoy contando la pura verdad, y tienes que creerme. Seguimos viendo la película, pero yo me puse muy nervioso. Su pantorrilla rozaba la mía, y ni ella ni yo movíamos un centímetro las piernas. Luego me ofreció un dulce, y no sé si adrede o no, se le cayó el tubito en mi pantalón. Al buscarlo tocó el bulto equivocado y comentó, sorprendida y maliciosa: “¡Ay nanita!”. Seguimos viendo la película, su pierna en contacto con la mía, y no me aguanté más. Me disculpé y fui al baño. Regresé minutos después y ella seguía ahí, tan campante. Llevaba una mascada cubriéndole la cabellera, una blusa oscura, negra tal vez. “Tonto”, me regañó apenas sentarme. Yo no entendí, le debí preguntar, “¿qué dijo?”. Y ella insistió, acariciándome la mano: “Te la hiciste, ¿verdad?”. Me puse colorado, como manzana, pero en aquella penumbra no se debe haber notado, y supe que no estaba tan borracho, porque entonces me di cuenta ... No sé, un momento de luz que nos regaló la pantalla del cine, de que era ella: Rosa. ¿Iba a mi encuentro o era una coincidencia? “Vámonos”, me dijo entonces. “Antes de que acabe la película”. Sí, Pepe, ya sé que no me lo crees, pero ya viene lo más tremendo. Déjame ahora cargar a mí las flores. Y bueno, le dije, no hay problema. Salimos por la puerta de emergencia, y nomás alcanzar la calle se puso unas gafas de sol. Como en las telenovelas. Tan hermosa, de cualquier manera. ¿Me reconocía o no? ¿Era yo o eso lo hacía con todos? No quise torturarme más. Iba muerto de la emoción, la verdad. Nervioso, sin saber qué decir, abrazándola por el talle, con el corazón hecho un volantín. ¿Y si le confesaba mi amor de todos los sábados por la mañana mirándola componer sus geranios? ¿No se desbarataría el hechizo? Sentirla a mi lado, respirar su perfume, era todo como un sueño. Ella comenzó a canturrear varias melodías, para no hablar y para no hacerme hablar. Quise decirle que aquellas mil rosas nocturnas en su balcón habían salido de mi mano, pero ahí mi timidez fue más poderosa. Íbamos caminando sin rumbo aparente, buscando las sombras, y a ratos ella aprovechaba para acariciarme el pecho. Fue cuando empezó a cantar “La cama de piedra”... ¿tú crees? Alejándonos de la luz, podríamos haber llegado hasta el fin del mundo. En una esquina, de pronto, ella se detuvo. Me abrazó y nuestras bocas se buscaron con una extraña sed. Metí la mano bajo su blusa, bajo su falda mientras ella me hacía este beso mordelón. ¡Estaba llorando, Pepe! ¡Llorando de amor y de deseo al tenerla entre mis brazos! Entonces ella se despegó en silencio. No dijo nada pero me tomó de la mano; seguí caminando guiado por ella, con obediencia animal. Llegamos a esa barda, la de allá abajo, pero por el lado de la calle. Supe que jamás me llevaría a su casa, que necesitaba del secreto de las sombras para estar conmigo. Fue cuando ella me dijo, “salta tú primero”, y allá voy. No se veía nada, de tan oscuro, y enseguida ella me alcanzó. “Ven conmigo”, suplicó entonces, “ven a mi lugar”. Y tropezando entre los setos avanzaba yo, persiguiendo su negra silueta, en este paraje de aromas y rumores. Se depositó en una laja, por fin, y musitó: “Aquí estaremos bien”. Lo demás, bueno... ¿quieres que te lo platique? Se quitó las gafas, las mascadas, la blusa… Su desnudez era apenas un halo añadido sobre aquella superficie mineral. Nos amamos como parias benditos, en la oscuridad del suelo. Su cuerpo ha sido, que ni qué, mi mayor felicidad. Ella quedó tendida sobre mi pecho, susurrándome al oído, con dulzura y entre besos: “Gracias, gracias, mil veces gracias...” ¿Pero gracias por qué?, pensaba yo, guardándome el secreto... si ni mi nombre sabía. Mira, fue allí, junto a los angelitos de mármol. Desperté con el frescor del alba. Apenas amanecía, y en lo que buscaba la camisa descubrí que Rosa no estaba ya conmigo. Ni conmigo ni con nadie. Y qué sitio éste para amarnos, ¿verdad? No quiero preguntarme nada, pensar más. Déjame ponerle la docena de rosas en la urna. Sí, ya lo sé; ya leí el epitafio de la lápida. Ya sé que tiene fecha de este mismo mes:
Rosa B. de Morales (1939-1977) Manuel Morales Z. (1934-1977) Dios, con su infinita misericordia, los sabrá perdonar. 18 junio 1977
Por eso te dije que me acompañarías bajo tu propio riesgo, Pepe. Allá tú si lo crees o no. ¿Cómo murió, por qué murió?, nunca lo supe... Yo cumplí con regalarle todas las noches su rosa nocturna. Quién fuera a pensar que en este cementerio, en esta su tumba, le regalara yo, ahora sí, sus últimas flores.
David Martín del Campo Nació en la Ciudad de México en 1952, es licenciado en periodismo por la unam. Es autor del libro de crónicas Los mares de México (1987) y del libro de cuentos infantiles El tlacuache lunático (1992). Sin embargo es fundamentalmente novelista; ha publicado: Las rojas son las carreteras (1976), Isla de Lobos (Premio Nacional de Novela José Rubén Romero 1987), Dama de noche (1990) y Las viudas de blanco (1993). En 1990, Alas de Ángel recibió el Premio internacional de novela Diana-Novedades. La versión cinematográfica de Dama de noche, bajo la dirección de Eva López Sánchez, se estrenó en 1993; y en 1995 recibió el Premio Nacional de Cuento Infantil Juan de la Cabada por El hombre del Iztac.

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