El texto lo acabo de encontrar...
Es para Danae, hacé poco te lo conté, pero no dije todo... pero aquí esta completo. Sé que te gustará... Si es que pasas... xD
No te creas =D
pues cuidese chaparra...
Es un poco largo.
bueno ya me cayo! xD
El texto pues...
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Lo he pensado mucho toda la mañana. ¿Me quieres,
entonces, acompañar?...
Éstas no son, por cierto, sus
primeras flores. ¿Estará bien con una docena de rosas?
Ya ves lo caras que están.
Si vienes conmigo, Pepe, es bajo tu propio riesgo.
La conocí de camino al mercado. Iba cumpliendo
con un mandado, esa mañana de sábado, cuando la
miré en su balcón regando las macetas incendiadas
de geranios. Eso hago todos
los sábados, prestarme
como mandadero para ganar algunas monedas.
Desde esa vez preferí siempre la calle de los Chafalones,
que es donde queda la casa de ella. Sábado tras
sábado pasaba yo bajo su balcón. A veces la veía hasta
en dos ocasiones, pero también pasaron semanas sin
que coincidiéramos:
yo cargando un bulto de arroz y
ella podando las ramas secas de sus tiestos.
Los dieciséis son los peores años de la vida. ¿Por qué?
Pues porque lo anhelas todo precisamente cuando
todo resulta imposible. Con decirte que ni su nombre
conocía. Ni sé si era soltera, casada o viuda. ¿Y a quién
preguntárselo?
Así pasó más de un año, como te digo. Bueno, hubo
un detalle. Fue en uno de aquellos sábados en que
pasaba empujando mi diablito cuando me topé con
una escena curiosa. Había ahí abajo una vendedora de
merengues y duquesas que gritaba: “¡Señora Rosa, señora
Rosa!... ¿Una o dos docenas?” Y entonces asomó
ella, sonriendo,
indicándole que dos con la mano. Ya
supe su nombre, al menos, y a partir de entonces, ya lo
sé, vas a decir que es una locura, comencé a regalarle
flores. Una rosa cada noche.
Me escapaba de casa, después de regresar de la
escuela, y robaba las rosas del parque, del florero de
casa, o cuando no las compraba. Una rosa cada noche
lanzada desde la calle al pie de su balcón.
Supongo que nunca me descubrió. O quién sabe.
Buscaba ocultarme en las sombras de la medianoche.
Esperar hasta que las luces de su piso estuvieran apagadas.
Entonces avanzaba, sigiloso, y en un solo lance
la rosa alcanzaba el hueco de su balcón. Es un primer
piso, y así nunca fallaba.
Pero lo de anoche... no me lo vas a creer.
Hubo un sábado en el que al pasar con mis mandados,
hasta creí que me sonreía. ¿No es esto del amor
una locura? ¿No ocurre que las cosas comienzan a
tener otra vida, otra apariencia,
otra disposición? ¿Me
sonreía o no?, nunca lo sabré.
…Ah, sí Pepe: lo de anoche. Ocurre que pasaron algunas
semanas; semanas de todas las noches una rosa
regalada a hurtadillas, cuando comencé a notar algo
raro. Las luces del piso siempre apagadas, los cortinajes
empolvados y, sobre todo, los geranios marchitándose
día tras día. Pensé que se habría mudado, que se habría
ido de vacaciones al puerto. Y yo como tonto, allí
abajo, lanzando a mansalva mis rosas nocturnas.
Ojalá tuviera más edad. Veinte años, un auto y un
empleo.
Ayer sábado hice lo que nunca. Tuve tres mandados
en los que me obligué a pasar por ésa de ahí, la calle
de los Chafalones. Pero de ella, Rosa, nada: ni sus luces
ni sus sombras. Me había abandonado.
No regresé a casa. Fui a la cervecería, en la tarde,
luego de los mandados, y comencé a beber en la bodega,
porque a mi edad el servicio en el salón les puede costar
el permiso de Salubridad.
Medio borracho y medio triste comencé
a vagar por el rumbo de la cañada; ya sabes,
las cabañitas ésas de las muchachas. Entré en una.
Comenzaron a burlarse de mí las putas: que no traía
dinero, que si ya me había dado permiso mi mamá.
Una sí me dejó entrar a su apartado. Cuando se quitó el
vestido le dije que no, que eso no. Que me escuchara,
que me dejara llorar en su regazo. Me tiró a lurias y
me regaló una cerveza.
Así volví a la calle porque... ya sabes, nada tan aburrido
en este pueblo como un sábado por la tarde. Se
me ocurrió entrar al cine. Era la segunda función y no
quería regresar a la casa oliendo a beodo. Terminó la
película y me quedé a verla completa, otra vez, en la
tercera tanda. Se trataba de princesas y reyes de un
país extranjero. Me estaba casi orinando, habían sido
muchas cervezas y fui al baño. Al regreso una mujer
estaba sentada junto a mi butaca.
Me preguntó que si se había perdido de mucho. Le
comencé a contar la historia, pero como ya había visto el
final de la película y me había medio dormido, hice un
desbarajuste
de escenas y personajes. Ella se rió y me sacudió
el fleco. “Muchacho loco, estás borracho”,
me dijo.
¿Cómo que un clavo saca otro clavo? Te estoy contando
la pura verdad, y tienes que creerme.
Seguimos viendo la película, pero yo me puse muy
nervioso. Su pantorrilla rozaba la mía, y ni ella ni yo
movíamos un centímetro las piernas. Luego me ofreció
un dulce, y no sé si adrede o no, se le cayó el tubito
en mi pantalón. Al buscarlo tocó el bulto equivocado
y comentó, sorprendida y maliciosa: “¡Ay nanita!”.
Seguimos viendo la película, su pierna en contacto
con la mía, y no me aguanté más. Me disculpé y fui
al baño. Regresé minutos después y ella seguía ahí,
tan campante. Llevaba una mascada cubriéndole la
cabellera, una blusa oscura, negra tal vez. “Tonto”,
me regañó apenas sentarme. Yo no entendí, le debí
preguntar, “¿qué dijo?”. Y ella insistió, acariciándome
la mano: “Te la hiciste, ¿verdad?”.
Me puse colorado, como manzana, pero en aquella
penumbra no se debe haber notado, y supe que no
estaba tan borracho, porque entonces
me di cuenta ...
No sé, un momento de luz que nos regaló la pantalla
del cine, de que era ella: Rosa. ¿Iba a mi encuentro o
era una coincidencia?
“Vámonos”, me dijo entonces. “Antes de que acabe
la película”.
Sí, Pepe, ya sé que no me lo crees, pero ya viene lo
más tremendo. Déjame ahora cargar a mí las flores. Y
bueno, le dije, no hay problema.
Salimos por la puerta
de emergencia, y nomás alcanzar la calle se puso unas
gafas de sol. Como en las telenovelas. Tan hermosa, de
cualquier manera. ¿Me reconocía o no? ¿Era yo o eso
lo hacía con todos? No quise torturarme más.
Iba muerto de la emoción, la verdad. Nervioso, sin
saber qué decir, abrazándola por el talle, con el corazón
hecho un volantín. ¿Y si le confesaba mi amor de
todos los sábados por la mañana mirándola componer
sus geranios? ¿No se desbarataría el hechizo? Sentirla
a mi lado, respirar su perfume, era todo como un
sueño.
Ella comenzó a canturrear varias melodías, para no
hablar y para no hacerme hablar. Quise decirle que
aquellas mil rosas nocturnas en su balcón habían salido
de mi mano, pero ahí mi timidez fue más poderosa.
Íbamos caminando sin rumbo aparente, buscando las
sombras, y a ratos ella aprovechaba para acariciarme
el pecho.
Fue cuando empezó a cantar “La cama de
piedra”... ¿tú crees?
Alejándonos de la luz, podríamos haber llegado
hasta
el fin del mundo. En una esquina, de pronto, ella
se detuvo. Me abrazó y nuestras bocas se buscaron
con una extraña sed. Metí la mano bajo su blusa, bajo
su falda mientras ella me hacía este beso mordelón.
¡Estaba llorando, Pepe! ¡Llorando de amor y de deseo
al tenerla entre mis brazos! Entonces ella se despegó
en silencio. No dijo nada pero me tomó de la mano;
seguí caminando guiado por ella, con obediencia
animal.
Llegamos a esa barda, la de allá abajo, pero por el
lado de la calle. Supe que jamás me llevaría a su casa,
que necesitaba del secreto de las sombras para estar
conmigo. Fue cuando ella me dijo, “salta tú primero”,
y allá voy. No se veía nada, de tan oscuro, y enseguida
ella me alcanzó.
“Ven conmigo”, suplicó entonces, “ven a mi lugar”. Y
tropezando entre los setos avanzaba
yo, persiguiendo
su negra silueta, en este paraje de aromas y rumores.
Se depositó en una laja, por fin, y musitó: “Aquí estaremos
bien”. Lo demás, bueno... ¿quieres que te lo
platique?
Se quitó las gafas, las mascadas, la blusa… Su desnudez
era apenas un halo añadido sobre aquella superficie
mineral. Nos amamos como parias benditos, en la
oscuridad del suelo. Su cuerpo ha sido, que ni qué, mi
mayor felicidad. Ella quedó tendida sobre mi pecho,
susurrándome al oído, con dulzura y entre besos:
“Gracias,
gracias, mil veces gracias...” ¿Pero gracias
por qué?, pensaba yo, guardándome el secreto... si ni
mi nombre sabía.
Mira, fue allí, junto a los angelitos de mármol.
Desperté con el frescor del alba. Apenas amanecía,
y en lo que buscaba la camisa descubrí que Rosa no
estaba ya conmigo. Ni conmigo ni con nadie. Y qué
sitio éste para amarnos, ¿verdad? No quiero preguntarme
nada, pensar más.
Déjame ponerle la docena de rosas en la urna. Sí,
ya lo sé; ya leí el epitafio de la lápida. Ya sé que tiene
fecha de este mismo mes:
Rosa B. de Morales (1939-1977)
Manuel Morales Z. (1934-1977)
Dios, con su infinita misericordia,
los sabrá perdonar.
18 junio 1977
Por eso te dije que me acompañarías bajo tu propio
riesgo, Pepe. Allá tú si lo crees o no. ¿Cómo murió,
por qué murió?, nunca lo supe...
Yo cumplí con regalarle
todas las noches su rosa nocturna.
Quién fuera
a pensar que en este cementerio, en esta su tumba, le
regalara yo, ahora sí, sus últimas flores.
David Martín del Campo
Nació en la Ciudad de México en 1952, es licenciado en periodismo
por la unam. Es autor del libro de crónicas Los mares de
México (1987) y del libro de cuentos infantiles El tlacuache
lunático (1992). Sin embargo es fundamentalmente novelista;
ha publicado: Las rojas son las carreteras (1976), Isla de Lobos
(Premio Nacional de Novela José Rubén Romero 1987), Dama
de noche (1990) y Las viudas de blanco (1993).
En 1990, Alas de Ángel recibió el Premio internacional de
novela Diana-Novedades. La versión cinematográfica de Dama
de noche, bajo la dirección de Eva López Sánchez, se estrenó en
1993; y en 1995 recibió el Premio Nacional de Cuento Infantil
Juan de la Cabada por El hombre del Iztac.
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