6 de abril de 2010

Amanda

Eran las seis. Aún era preciso esperar a que el sol se hundiera para ocultar esa especie de pudor que parece acentuarse cuando hay luz. La advertencia fue clara –así que en esto no cabía el asombro– porque ya para entonces Amanda no ignoraba que muy pronto de nada servirían los melindres; simplemente, habría que tomar a los clientes por sorpresa, a pesar de saber que esos rostros, inocentes tras el perfil de los edificios ensombrecidos, eran inconmovibles.
Nunca le dijeron lo del cuerpo pegajoso por el doble empeño del sudor y los nervios, metido a presión en la coraza de una ropa demasiado estrecha donde, qué raro, se sentía más cómoda. Sólo habían sido explícitas con lo de las maneras: “Te paras así, luego extiendes la más generosa de las sonrisas, y empiezas con la retahíla de pro
mesas.” Pero como si no se lo hubieran dicho: Amanda empezaba a desesperarse.
Más que por un pudor auténtico, conservaba celosamente cierto uso de las formas, ciertos rasgos impregnados de una vergüenza escrupulosa y calculada porque los sospechaba emparentados con el beneplácito o el rechazo que esos rostros oscuros le otorgaran. Varias veces se había mirado en el espejo antes de salir. Había considerado sus dotes potenciales, como si verdaderamente su enorme pecho de cantante de ópera fuera a imponerse sobre la boca, incluidas las palabras, y realzándolo, le adjudicaba de antemano todo el triunfo de la empresa. Pero en el verbo estaba el secreto –o al menos eso había entendido en el adiestramiento–; así que repetía una y otra vez el pequeño texto, “le brinda, le da, le otorga”, el pequeño texto con que la empresa la iniciaba.
Por fin, entre los árboles enclenques del camellón, la luz de los postes que empezaba a insinuarse, hizo presa del primer incauto. Al verlo, Amanda pensó que tenía ganas de irse a remojar los pies en agua caliente y vinagre, por eso se volcó sonriendo sin perder un solo instante: “A ver, joven, para ese mal aliento, es una oferta, una promoción, la fábrica de pastillas tal, le viene
ofreciendo tal –y enseguida, susurrando casi–, para que ya me vaya a mi casa, ándele.”
Recuperado de la confusión, el hombre la había tomado de la barbilla y oprimía con un par de dedos fríos: no iba a comprar nada, Amanda lo sabía, pero lo miraba para asegurarse la dosis de autocompasión a que estaba acostumbrada. “Ahorita no, pero de aquello, ya sabe que estoy para servirla, reina”, y maldita sea, Amanda había esquivado el pellizco tarde porque ni la seña, ni el golpe bajo que pretendió dar, hallaron blanco sino en esa boca de lobo en la que se había convertido la calle para entonces.
Ahora los automóviles pasaban con menos frecuencia; el par de ojos de los faros iluminaba la cinta gris de la calle y Amanda se entretenía en mirar el humo que parecía salir de ellos, en engañosa actitud de espera. En realidad, hacía un recuento silencioso de lo que había vendido. Visiblemente desalentada, se sacó las zapatillas blancas que le había regalado la compañía, y que hacían un daño enorme a sus empeines de cojín, luego se aplicó a dejar pasar el tiempo.
Cuando había ido por el trabajo no le especificaron bien lo del anuncio en el periódico: “Pues edecán, ¿qué no sabe lo que es ser edecán?” y ella, por miedo de que la fueran a rechazar, se había conformado con esa explicación. Había puesto en la solicitud una sarta de mentiras que no hubieran hecho falta: hasta después vino a enterarse de que el único requisito indispensable era el par de medias blancas que las solicitantes debían traer de sus casas el primer día y con las cuales el empleo era cosa hecha.
Debía ser una empresa importante esa fábrica de pastillas, porque en menos de una semana habían acudido más de treinta muchachas que, como ella, querían el trabajo de edecán. Más de la mitad se habían arrepentido, desapareciendo con el par de zapatillas y las primeras cajitas que debían vender. Otras, en cambio, anchas como gallinas culecas, decían haber sido recontratadas para esta nueva promoción.
La empresa trabajaba mañana y tarde, pero Amanda empezaba su recorrido a las cuatro porque quería terminar la preparatoria. Un amigo de su hermano le había hablado maravillas del trabajo de aeromoza durante una fiesta y desde entonces, influida por el feliz recuerdo de aquella noche en que su chaperón había estado lo suficientemente borracho como para no amenazarla con denuncias mezquinas a la familia, soñaba con surcar los aires enfundada en ese uniforme tan lindo. Cuando tuvo a bien externar sus ideales a la familia reunida en la mesa del comedor, Elpidio, que para eso era el primogénito y no en balde había llegado a quinto semestre de Derecho, hizo alarde de su lengua, queriendo amargarle la ilusión. Después vino la unánime aprobación del padre y los demás hermanos que, masticando bien despacio y sin alterar ni un gesto, censuraban a la niña. No hubo necesidad de despegar los ojos del mantel, Amanda mostró por única vez su desacuerdo, bajito, pero con asombrosa convicción: “Pues sí, voy a ser gata, pero gata de angora.” Esa misma tarde había ido al sindicato a ver qué papeles se necesitaban para obtener una plaza. Su padre, ocupado de la prefectura del hogar a raíz de una jubilación que obligaba a las mujeres a cortar las conversaciones telefónicas de más de tres minutos y a vivir en un continuo estado de alerta, la sorprendió antes de que pudiera salir por la otra puerta; no importaba. La tomó del brazo desnudo como quien se apodera del mejor bistec en el mercado y entonces ella tuvo que aspirar la última bocanada del cigarro patriarcal y eso de que parecía corista de quinta; todavía aguantó la respiración cuando él le trazó la pe en la frente y entonces exhaló por fin: no importaba nada.
Se dirigió al sindicato y lo demás fue lo de menos, porque allí su buena estrella la hizo caer justo en manos de quien debía. Había sido lo que se dice un golpe de suerte: Amanda esperaba interminablemente su turno cuando un tipo más bien bajito entró a la sala con las manos en el cinturón, en un esfuerzo por mantener la pretina de los pantalones sobre el ombligo. Con un palillo de dientes sacado quién sabe de dónde, le hizo a Amanda una seña de que pasara a su despacho. Después, se metió el palillo entre dos muelas haciendo ruiditos intermitentes con la saliva y escupió un fragmento de comida. Era el líder sindical. Tras escucharla dijo que sí, que cómo no, que todo era cosa de que ella cooperara un poquito y, aunque eso sí, había muchas pero muchas chicas, no se imaginaba cuántas, que se morían por entrar, él podría darle una manita. Eso sí: la mayoría de las aspirantes se quedaba en el camino, cualquier pretexto les impedía seguir los trámites, c-u-a-l-q-u-i-e-r-a: un centímetro menos de estatura, una pequeña alteración en un examen de salud, cualquier cosita, je, pero ella iba a entrar, como que se veía que era una muchacha con disposición, o sea, dispuesta, pues, tú me entiendes. Amanda contestó solícita que claro, sí tenía la mejor de las disposiciones, aunque fuera un trabajo duro ella podría con el horario, con las horas de vuelo. Y además era muy responsable. Nada más con que le dijera qué papeles tenía que llevar... Cómo no, chula, él le tomó la mano entre las suyas, cómo no, y le daba golpecitos, yo después te digo. Y luego, estacionando los ojos en el par de montes temblones que casi casi se le volvían anginas: tú nomás vienes conmigo muñeca.
Amanda suspiró. Se puso a pensar en que las horas gastadas en vender pastillas valían la pena, en que los zapatos apretaban menos y en que el cansancio y todo lo demás eran minucias pasajeras; sólo un medio para alcanzar su ideal de mujer rica, ahora tan próximo.

Rosa Beltrán
(Ciudad de México, 1960)
Novelista, cuentista y ensayista.
Ha ejercido el periodismo y fue subdirectora del suplemento literario La Jornada Semanal. Titular de la Dirección de Literatura de la UNAM a partir de 2008.
En 1994 recibió un reconocimiento de la American Association of University Women. En 1997 obtuvo el Florence Fishbaum Award por el libro de ensayos América sin americanismos/Revaluating the Idea of the Americas: Utopic, Dystopic and Apocalyptic Paradigma. Premio Planeta-Joaquín Mortiz de Novela 1995 por La corte de los ilusos. Premio Jóvenes Académicos de la UNAM 1997 en el área de creación.
Es autora de la antología Los mejores cuentos mexicanos (en colaboración de Alberto Arriaga); de los ensayos América sin americanismos y El lugar del estilo en la época; de los libros de cuento: La espera, Amores que matan y Optimistas. También ha escrito las novelas: La corte de los ilusos, El paraíso que fuimos y Alta infidelidad.

2 comentarios:

Nix Galith dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ALENKA (Alicia Montes de Oca) dijo...

Oooooops!!! Debo confesarlo: nunca había oído hablar de ella... Gracias por introducirme al mundo de Rosa Beltrán. Saludos!!!