29 de octubre de 2009

Todos Santos, Día de Muertos

El solitario mexicano ama las fiestas y las reuniones pùblicas. cualquier pretexto es bueno para interrumpir la marcha del tiempo y celebrar con festejos y ceremonias hombres y acontecimientos. Somos un pueblo ritual. Y esta tendencia beneficia a nuestra imaginaciòn tanto como a nuestra sensibilidad, siempre afinadas y despiertas.
El arte de la fiesta, envilecido en casi todas partes, se conserva intacto entre nosotros.En pocos lugares del mundo se puede vivir un espectaculo parecido al de las grandes fiestas mexicanas, con sus colores violentos, agrios, puros, sus danzas, ceremonias, fuegos de artificio, trajes insólitos, y la inagotable cascada de sorpresas de los frutos, dulces y objetos que se venden esos días en plazas y mercados. El tiempo deja de ser sucesión y vuelve a ser lo que fue, y es, originariamente: un presente en donde pasado y futuro al fin se reconcilian. En las grandes ocaciones, en Paris, Nueva York, cuando el público se congrega en plazas o estadios, es notable la ausencia de pueblo: se ven parejas y grupos, nunca una cominidad viva en donde la persona humana se disuelve y rescata simultáneamente. Pero un pobre mexicano, ¿cómo podría vivir sin esas dos o tres fiestas anuales que lo compenzan de su estrechez y de su miseria? Las fiestas sin nuestro único lujo; ellas sustituyen, acaso con ventaja, al teatro y las vacaciones, al week end y al cocktail party de los sajones, a las recepciones de la bvurguesía, y al café de los mediterráneos. En estas ceremonias -nacionales, locales, gemiales o familiares- el mexicano se abre al exterior. Todas ellas le dan la ocación de revelarse y dialogar con la divinidad, la patria, los amigos o los parientes. Duarante esos días el silencioso mexicano silba, grita, arroja petardos, descarga su pistola al aire. Descarga su alma. Y su grito, como los cohetes que tanto nos gustan, sube hasta el cielo, estalla en una explosión verde, roja, azul y blanca y cae vertiginoso dejando una cauda de chispas doradas. Esa noche los amigos, que durante meses no pronunciaron mas palabras que las preescritas por la indispensable cortesía, se emborrachan juntos, se hacen confidencias, lloran por las mismas penas, se descubren hermanos y aveces, para probarse, se matan entre sí. La noche se puebla de canciones y aullidos. En ocaciones, es cierto, la alegría acaba mal: hay riñas, injurias, balazos, cuchilladas. También eso forma parte de la fiesta. Porque el mexicano no se divierte: quiere sobrepasarse, saltar el muro de soledad que el resto de año lo incominica. Todos estan poseidos por la violencia y el frenesí. Las almas estallan como los colores, las voces, los sentimientos. ¿Se olvidan de sí mismos, muestran su verdadero rostro? Nadie lo sabe. Su frecuencia, el brillo que alcanzan, el entusiasmo con que todos participamos, parecen revelar que, sin ellas, estallaríamos. Ellas nos liberan, así sea momentáneamente, de todos esos impulsos sin salida y de todas esas materias inflamables que guardamos en nuestro interior. Pero a diferencia de lo que ocurre en otras sociedades, la Fiesta mexicana no es nada más un regreso a un estado original de ideferenciación y libertad; es mexicano no intenta regresar, sino salir de sí mismo, sobrepasarse. Entre nosotros la Fiesta es una explosión, un estallido. Muerte y vida, jíbilo y lamento, canto y aullido se alían en nuestros festejos, no para recrearse o reconocerse, sino para entredevorarse. No hay nada más alegre que una fiesta mexicana, pero también no hay nada más triste. La noche de fiesta es también noche de duelo. La muerte es un espejo que refleja las vanas gesticulaciones de la vida. -toda esa abrigadora confusión de actos, omisiones, arrepentimientos y tentativas -obras y sobras- que es cada vida, encuentra en la muerte, ya que no sentido explicación, fun. Frente a ella nuestra vida se dibuja e inmoviliza. Antes de desmoronarse y hundirse en la nada, se esculpe y vuelve forma inmutable: ya no cambiaremos sino para desaparecer. Nuestra muerte ilumina nuestra vida. Si nuestra muerte carece de sentido, tampoco lo tuvo nuestra vida. Por eso cuando alguien muere de muerte violenta, solemos decir : "se la buscó". Y es cierto, cada quien tiene la muerte que se busca, la muerte que se hace. Muerte de cristiano, o muerte de perro son maneras de morir, que reflejan maneras de vivir. Si la muerte nos traiciona, y morimos d emala manera, todos se lamentan: hay que morir como se vive. La muerte es intransferible, como la vida. Si no morimos como vivimos e spor que realmente no fue nuestra la vida que vivimos: no nos pertenecía como nos nos pertenece la mala suerte que nos mata. Dime cómo mueres y te diré quién eres. Para el habitante de Nueva York, París o Londres, la muerte e sla palabra que jamás se pronuncia porque quema los labios. El mexicano, en cambio, la frecuenta, la burla, la acaricia, duerme con ella, la festeja, es uno de sus juguetes favoritos, y su amor más permanente. Cierto, en su actitud hay quizá tanto miedo como en la de los otros; más al menos no se esconde ni la esconde; la contempla cara a cara con impaciencia, desdén o ironía: " si me han de matar mañana, que me maten de una vez". La indeferencia del mexicano ante la muerte se nutre de su indferencia ante la vida. El mexicano no solamente postula la intrascendencia del morir, sino la del vivir. Nuestras canciones, refranes, fiestas y reflexiones populares manifiestan de una manera inequívoca que la muerte no nos asusta porque: " la vida nos ha curado de espantos". Matamos por que la vida, la nuestra y la ajena, carece de valor. Y es natural que así ocurra: la vida y la muerte son inseparables, y cada vez que la primera pierde significación, la segunda se vuelve intrascendente. La muerte mexicana es el espejo de la vida de los mexicanos.Ante ambas el mexicano se cierra, las ignora. El desprecio a la muerte no está reñido con el culto que le profesamos. Ella está presente en nuestras fiestas, en nuestros juegos, en nuestros amores y en nuestros pensamientos. Morir y matar son ideas que pocas veces nos abandonan. La muerte nos seduce. La fascinación que ejerce sobre nosotros quizá brote de nuestro hermetismo y de la furia con que lo rompemos. la presión d enuestra vitalidad, constreñida a expresarse en formas que la traicionan, explica el carácter mortal, agresivo o suicida de nuestras explosiones. Cuando estallamos, además, tocamos el punto más alto de la tensión, rozamos el vértice vibrante de la vida. Y allí, en la altura del frenesí, sentimos el vértigo: la muerte nos atrae. Pero afirmamos algo negativo. Calaveras de azúcar o de papel de China, esqueletos coloridos de fuegos de artificio, nuestras representaciones populares son siempre burla de la vida, afirmación de la nadería e insigfificacia de la humana existencia. Adornamos nuestras casas con cráneos, comemos el Día de los Difuntos panes que simulan huesos y nos divierten canciones y chascarrillos en los que ríe la muerte pelona, pero toda esta fanfarrona familiaridad no nos dispensa de la pregunta que todos nos hacemos: ¿qué es la muerte? No hemos inventado una nueva respuesta. Y cada vez que nos la preguntamos, nos encogemos de hombros: ¿qué me importa la muerte, si no me importa la vida? En suma, si en la Fiesta, la borrachera o la confidencia nos abrimos, lo hacemos con ltal violencia que nos desgarramos y acabamos por anularnos. Y ante la muerte, como ante la vida, nos alzamos de hombros y le oponemos un silencio o una sonrisa deseñosa. La Fiesta y el crimen pasional o gratuito, revelan que el equilibrio de que hacemos sólo es una máscara, siempre en peligro de ser desgarrada por una súbita explosión de nuestra intimidad. El mexicano, según se ha visto en las descripciones anteriores, no trasciende su soledad. Al contrario, se encierra en ella. habitamos nuestra soledad como Filoctetes si isla, no esperando, sino temiendo volver al mundo. No soportamos la presencia de nuestros compañeros. Encerrados en nosotros mismos, cuando no desgarrados y enajenados, apuramos una soledad sin referencias a un más allá redentor o a un más acá creador. Oscilamos entre la entrega y la reserva, enrte el grito y el silencio, entre la fiesta y el velorio, sin entregarnos jamás. Nuestra impasibilidad recubre la vida con la másara de la muerte; nuestro grito desgarra esa máscara y sube al cielo hasta distenderse, romperse y caer como derrota y silencio. Por ambos caminos el mexicano se cierra al mundo: a la vida y a la muerte.

1 comentario:

Penélope Sierra dijo...

Me gusta la fotos, llega desde la luz, y el texto es sencillamente genial!

Un abrazo y gracias por lo que me has dicho, es lo más hermoso que me podría decir un mexicano.

Un abrazo de corazón.