31 de mayo de 2009

La Ciudad

Nunca (por lo menos que yo recuerde) he salido de
mi colonia. Apenas unos pasos más allá de la vía del
tren y en medio de gran angustia. Los sábados mamá
va a la ciudad a hacer la compra de la semana y aunque
conoce mi respuesta siempre me invita. Como
soltando un anzuelo, saca a colación algún almacén
enorme, con escaleras eléctricas por todas partes y
unos aparadores de sueño.
Pero yo niego con la cabeza, sin mirarla, y ella se
resigna, finge una sonrisa y termina: bueno, quizá la
próxima vez, y se marcha con una pañoleta negra anudada
a la cabeza, cargando una bolsa de plástico. Así
es siempre y no puedo acostumbrarme. Las palabras
de mamá (quizá la próxima vez) remueven algo dentro
de mí. Quizá…, me digo, pero enseguida salta la
desolación: no, para qué, después de tantos años sería
inútil empezar a conocer las cosas, tomarles gusto.
También me deprimo cuando llega gente de la
ciudad a visitarnos y me cuenta, entre efusivos aspavientos
(es un complot, lo sé; mamá les pide que me
convenzan), de un circo con tres pistas, de un cine
con una pantalla que lo envuelve a uno. Yo (no puedo
evitarlo), paso la lengua por los labios, paladeando la
idea de asistir. Cierro los ojos y ya estoy ahí, en el circo,
por ejemplo: la carpa como un castillo de colores, y
hasta oigo la música, esa música tan característica de
los circos. A veces lloro y me golpeo los puños hasta
hacerme daño de pensar cómo serán las cosas en la
realidad. No en mi imaginación sino en la realidad.
Trato de reconstruirlas lo más exactamente posible,
con detalles (siempre estoy preguntando detalles);
armándolas en mi cabeza como si las levantara ladrillo
tras ladrillo. Pero es doloroso. Queda la convicción de
que algo falta, de que se escapa lo más importante.
Tengo una Guía Roji y la recorro con la punta del
dedo, como si de veras fuera por ahí, a pie o en auto.
Mamá me compró una colección de tarjetas postales
de la ciudad y las colgué con tachuelas a lo largo
del pasillo de la casa. Los sitios que más me gustaría
conocer son: el Paseo de la Reforma, el Zócalo, la
Ciudad Universitaria, el Palacio de Bellas Artes y,
muy especialmente, el antiguo y el nuevo bosque de
Chapultepec. Guardo quince espléndidas postales de
ellos colgadas en un sitio de honor: junto a la ventana
de mi recámara. Todas las mañanas, al abrir los ojos,
es lo primero que veo.
El día que inauguraron la montaña rusa no pude
comer. Por culpa de mamá —siempre se las ingenia
para sembrarme la tentación— vi la noticia en el
peririódico. Fui corriendo a la cocina a comentárselo, casi
llorando y, claro, terminé por preocuparla. Me senté
a la mesa con el estómago revuelto y no pude tragar
bocado. Aquella noche soñé que iba en uno de los carritos
a una velocidad vertiginosa, subiendo y bajando,
como si una ola me llevara en su cresta a través de un
mar oscuro. Pero antes, por la tarde, me subió la temperatura
y luego me bajó repentina, peligrosamente,
produciéndome un escalofrío que quemaba aún más
que la fiebre y me obligaba a castañetear los dientes.
Mamá se desesperó.
—¿Algo te impide asistir? —preguntó desde la ventana,
mientras blandía el termómetro. Yo no podía
evitar un llanto convulsivo. Estaba en la cama, cubierto
por gruesas cobijas y con un cojín eléctrico encima.
Mamá tiene razón, ya no estoy para que me pasen
estas cosas.
Mi mayor diversión son los títeres: vienen todos los
domingos. Voy al parque desde temprano para encontrar
buen lugar. Los maneja un hombre gordo, con las
mejillas y la nariz del color de un betabel. Después
de la función siempre platicamos un rato. Le encanta
mi curiosidad. Se queja de que actualmente a nadie le
interesan los títeres. El pobre apenas saca para vivir
dando funciones por los parques de la ciudad. Me
ha enseñado a manejarlos: en una ocasión hasta me
permitió cubrir parte del programa. Al final, la gente
soltó una lluvia de aplausos y tuve que salir a agradecerlos
con una respetuosa caravana. El titiritero me
ha propuesto que montemos un teatro de muñecos y
no sería mala idea. En la colonia hacen falta lugares
de diversión. Además de los títeres, me gusta el cine
(voy los jueves, el día que cambian el programa en
el único cine de la colonia), coleccionar álbumes de
estampas y leer libros de viajes.
Quiero salir de aquí, conocer otros sitios, pienso
a veces, cada vez con más frecuencia y siento una
fuerza, un sabor como a menta que me sube hasta los
labios. Pero, ¿para qué? Siempre gana la desolación, la
sombra que proyecta el mismo deseo de salir, y todo
se derrumba como un castillo de naipes; algo que
estuvo construido en el aire, sin plena convicción.
Por lo demás, a pesar de los fracasos, yo sé que tarde
o temprano voy a lograrlo. Así se lo dije hace poco a
mamá: es sólo cuestión de tiempo, de que la decisión
gane terreno. Verás que un día me voy aunque sea
para no regresar.
He de advertir que esto lo escribo al día siguiente
de un agudo fracaso. El anterior a éste sucedió hará
quince días. Salí corriendo de casa con las manos en
alto y pegando de gritos, para sorpresa de los vecinos.
Fui a la vía del tren, me dejé caer sobre ella y arañé la
tierra hasta sangrarme las manos. Nunca había llorado
tanto. Estuve a punto de decidirme, pero no tenía
caso. Echarlo todo a rodar —¿qué?— por un pasajero
ataque de histeria, decía esa voz que me detiene,
me ata a esta colonia donde nací. Regresé cabizbajo,
secándome las lágrimas con el puño de la camisa y
decidido a no pensar más en el asunto. Mamá estaba
furiosa: las vecinas se habían enterado. Le pedí una
disculpa y me metí en mi cuarto. Las sienes me palpitaban
y de seguro tenía otra vez fiebre. 
Me acosté y mamá me llevó un vaso de leche y un bizcocho. 
Yo estaba sentado en la cama, recargado en el cojín y
sintiendo que las sienes me iban a estallar; la fiebre
me hacía ver las cosas envueltas en una mermelada de
durazno, temblorosas. Pensé que era como arder en
una hoguera; los que eran quemados vivos no debían
haber sentido muy diferente. Claro, sabía que al día
siguiente estaría recuperado; habría pasado el mal
sueño y volvería a mi vida normal. Sin embargo, algo
quedaba siempre de esas crisis nerviosas: el miedo a
que se repitan y el deseo enorme de aprovechar alguna
para decidirme. Quizá por eso quedó como sembrada
una semilla y todos estos días estuve dándole vueltas
a la misma idea: bueno, ¿y por qué no? ¿Y si decido ir?
La fui alimentando hasta que maduró: punto, voy a ir.
Anteayer se lo anuncié a mamá y no pudimos evitar
una lágrima dulce.
Ayer me desperté a las siete de la mañana y empecé
a prepararme: cincuenta pesos en el bolsillo, la Guía
Roji (aunque de seguro no tendría que utilizarla: puedo
enumerar en orden, sin equivocarme una sola vez, todas
las calles del centro y de las principales colonias),
teléfonos de parientes para el caso de perderme y una
bolsita con dos tortas de jamón y una manzana. Mamá
estaba feliz: quiso que estrenara el traje oscuro que me
regaló en Navidad y ella misma me anudó una enorme
y ridícula corbata que perteneció a papá. ¿De veras no
quieres que te acompañe? No, mamá, quiero ir solo.
Cada diez minutos salíamos a la azotehuela para ver
cómo andaba el tiempo (un aguacero lo habría echado
todo a perder). Pero el cielo destellaba y el sol crecía
incólume. Sólo a lo lejos cabalgaban un par de nubes
transparentes, inofensivas.
Nunca imaginé que la decisión me sentara tan bien.
La angustia no aparecía por no ninguna parte y me
dediqué a desprender todas las tarjetas postales del
pasillo y de mi recámara. Las tiré a la basura: ya no
las necesitaba. A las once partí. Se corrió la voz y las
vecinas estaban asomadas a la ventana de sus casas,
murmurando y mostrando los dientes a través de los
cristales. Mamá salió al balcón para despedirme, agitando
un pañuelito blanco. Antes de doblar la esquina
me volví y la vi por última vez. El pañuelito parecía
una paloma muy blanca en su mano.
¿Qué sucedió después? ¿Cómo explicarlo? Conforme
me acercaba a la vía, la decisión fue perdiendo fuerza,
gastándose; sentí cómo se alejaba de mi cuerpo,
escurriéndose como arena entre los dedos y cuando
llegué estaba nuevamente vacío, con ganas tan sólo
de regresar a casa y olvidar decisión, ciudad, todo. Me
dediqué a caminar por los límites de la colonia (los
conozco perfectamente) como por la orilla de un río,
sin atreverme a cruzarlo.
Regresé al anochecer. Se había ido la luz y sólo estaban
encendidos los faroles del parque. Las ventanas
se veían iluminadas por la luz amarilla de las velas, envolviendo
las cosas en una atmósfera como de sueño.
Mamá estaba en el comedor, esperándome, con una
vela en la mesa y otra en el trinchador, frente a un espejo
para que la luz rebotara e iluminara más. Sonrió.
Con una mano extendida hacia mí, preguntó:
—¿Qué tal, eh?
—No fui.
—¿No fuiste? —la mano regresó a su regazo.
—No, anduve dando vueltas alrededor de la colonia...
No pude, mamá, de veras. No pude.
—¿Estás loco? —preguntó con un grito, enfurecida—
¿Es que piensas pasarte aquí encerrado el resto
de tus días? —yo no contesté, me senté en una silla, a
su lado, y permanecí con la cabeza hundida entre las
manos. Mamá aventó una servilleta al suelo y me agitó
una mano frente a la cara— ¿No tienes ambiciones?
La perorata fue subiendo de intensidad. Ni idea
tengo cuánto duró; diez minutos o dos horas, quién
sabe. 
Al final gritó que estaba harta, iba a llevarme
con un médico aunque no quisiera. Punto. Qué había
hecho para merecer un hijo así. Lloró. Habló con una
voz gutural, atragantándose de palabras, hasta que se
le cansó la lengua. Terminó sofocada y se desabrochó
el primer botón de la blusa. Yo me puse a mirar
por la ventana hacia el parque —el viento levantaba
el polvo en remolinos que la luz neón de los faroles
convertía en fantasmas— y también empecé a hablar
y hablar. ¿Por qué? Como si sólo estuviera esperando
a que mamá terminara para soltarme yo. ¿De dónde
me salían tantas palabras, qué tanto le dije, o me dije,
porque por momentos me olvidaba de ella, hablando
más para mí mismo? Entre lo que recuerdo, le dije
que ella lo había visto: yo quería ir a la ciudad, estaba
decidido pero algo me detenía en el último momento,
como si perdiera fuerza en las piernas, no sé, algo
extrañísimo, como si pisar el suelo de la ciudad significara
hundirme, aunque yo sabía que no, al contrario:
era liberarme, pisar tierra firme, empezar a caminar,
pero por qué no podía. Me acuerdo haber golpeado
la mesa y soltarme llorando. Por qué, mamita, a qué le
tengo miedo, qué me ata a esta colonia tan sombría.
Ya no quería vivir así, quería salir, salir a como diera
lugar, por supuesto que quería salir, nada anhelaba
tanto en el mundo, aunque no me creyera, aunque
fracasara todos los días quería salir y viajar, viajar
por todas partes, darle la vuelta al mundo, conocerlo
todo, ¿te imaginas el gusto con el que voy a descubrir
cada detalle de fuera después de estar tanto tiempo
encerrado? Y volviéndome a verla —creo que sólo
un par de veces me dirigí a ella directamente— le
dije: voy a ir, te lo juro; tarde o temprano voy a salir
de aquí, quizá mañana o pasado o dentro de un mes
o un año; estoy seguro de que voy a lograrlo. Quizá
cuando llegue alguien, alguien a quien espero todos
los días, y me diga: acompáñame a la ciudad, y yo lo
acompañe sin más. Sin pensarlo. Estoy seguro de que
va a llegar alguien así. Y aunque no llegara. De todas
maneras yo iría. No me cabe la menor duda. Apreté un
puño, como guardando ahí la fuerza para utilizarla en
el momento preciso. Quizá mañana mismo. ¿Por qué
no? Mamá se limitó a bajar la mirada. Algo más dije,
no me acuerdo, pero de lo que sí me acuerdo es que
después permanecimos en silencio, con la luz de las
velas, mamá acodada en la mesa, apoyando la barbilla
en las manos, mirando por la ventana hacia el parque
en donde el viento levantaba el polvo en remolinos que
la luz neón de los faroles convertía en fantasmas.
“La ciudad”, publicado en el libro Muérete y sabrás.
Ignacio Solares
Ignacio Solares nació en Ciudad Juárez, Chihuahua, en 1945.
Estudió en la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. Es autor
de las obras Delirium Tremens, Madero, el otro (1989 finalista
del Premio Rómulo Gallegos), La noche de Ángeles (Premio
Internacional Novedades-Diana 1992) y El gran elector. Esta última
fue llevada al teatro y obtuvo el premio a la mejor obra del
año otorgado por las tres asociaciones teatrales de México.
En Alfaguara ha publicado Nen, la inútil (Premio Fuentes Mares
1996), Columbus (1997), El sitio (Premio Xavier Villaurrutia
1998), Cartas a una joven psicóloga (2000) y El espía del
aire (2001). Ha sido becario de la Fundación Guggenheim.
Entre sus obras teatrales destacan: El jefe máximo, Desenlace,
El problema es otro, El gran elector, Infidencias, Tríptico, La
flor amenazada, Los mochos, La vida empieza mañana, La
moneda de oro ¿Freud o Jung? y Si buscas la paz, prepárate
para la guerra.

3 comentarios:

Noys dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Juan C. DeLarge dijo...

Primeramente buen texto bastante interezante...spy de la idea que cada ciudad tien su historia su cuentos y leyendas me gusto tu texto Stay Metal no te olvides de visitar mi Blog y comentar

Virgen María dijo...

No conocía a Ignacio Solares. Gracias por hacer que me interese en leerlo , es evidente que es un excelente escritor.

Saludos.